sábado, 31 de mayo de 2014

EL “BUDISMO ARISTOCRÁTICO” DE JULIUS EVOLA


El “Budismo aristocrático” de Julius Evola

Era 1943 e. c. cuando Evola publicaba La dottrina del risveglio (La doctrina del despertar), o sea, un momento en que la Historia daba un trágico giro, en particular en Italia, donde el estallido de una de las más crueles guerras civiles se injertaba en un conflicto mundial que parecía haber echado a doblar las campanas pregonando la muerte de la cultura europea. Ciudades enteras, transformadas en piras, habían dejado de existir, y esto no era más que el preludio del inminente Apocalipsis... En esta atmósfera trágica, cuando cabría haber esperado de los intelectuales una actitud combativa, fundada sobre los valores de la acción, del coraje y del heroísmo, Julius Evola daba a leer a su público un libro ¡sobre Budismo! Habida cuenta de la imagen que Occidente se había formado de las tradiciones orientales y más en particular de la enseñanza de Sakiamuni, cabe pensar que entre los numerosos posibles lectores de obra tan inesperada en un período crucial de la Historia de Italia, hubiera quienes vieran en este “ensayo sobre el ascetismo budista” una especie de ¡provocación! Tanto más que los orígenes aristocráticos del autor no parecían predisponerlo, en modo alguno, a interesarse de manera particular por una religión donde los monjes, ajenos al Mundo, desempeñan el papel principal.

Se trataba, en realidad, de un malentendido. Se olvidaba, por ejemplo, que el futuro Buda era también de estirpe noble o, más exactamente, era hijo de rey y príncipe heredero y había sido educado en vistas a que un día heredaría la corona. Se le había enseñado la profesión de las armas y el arte de gobernar y, a la edad justa, se había casado y tenido un hijo. Cosas, todas éstas, que evocarían más la formación física y mental de un futuro samurái que la de un seminarista que se prepara a tomar las órdenes. Un hombre como Julius Evola era el más apropiado para disipar tal error.

Y lo hace en dos frentes: Por un lado, no deja de recordar en su libro cuáles fueron los orígenes de Buda, el príncipe Sidarta, destinado al trono de Kapilavastu; por otro, se empeña en demostrar que el ascetismo budista no es una resignación pusilánime frente a las desgracias de la vida, si no un combate de orden espiritual no menos heroico que el de un caballero en el campo de batalla. Como dice el propio Buda (en Mahavagga, II, 15): «Mejor morir combatiendo que vivir como vencido». Tal resolución coincide con el ideal de Evola de triunfar sobre las resistencias materiales con el fin de alcanzar el Despertar a través de la meditación; no obstante, hay que señalar que el vocabulario guerrero está contenido en los escritos más antiguos del Budismo, o sea, los que mejor reflejan la enseñanza viva del maestro. Evola se entrega incansablemente a borrar esa imagen flaca y desteñida que Occidente se ha creado de una doctrina que en sus orígenes se la quería aristocrática y reservada a “campeones”.

Es sabido que después de Schopenhauer, en la cultura occidental, se difundió la idea de que el Budismo enseñaba una doctrina de renuncia al Mundo, entendida como actitud pasiva: «Dejemos que las cosas sigan su curso; al fin y al cabo, no nos interesan». Dado que en este mundo inferior “todo es malo”, sabio es aquel que, como San Simeón Estilita, se retira, si no a vivir sobre una columna, por lo menos a un lugar aislado para meditar. Y la imagen más corriente que nos hacemos de los budistas es la de monjes con hábitos de color azafrán que van mendigando su alimento y no hacen –según se cree– más que recitar textos aprendidos de carrerilla, puesto que la oración propiamente dicha está prohibida, por lo cual su religión se antoja una forma de ateísmo.

Evola demuestra muy bien que esa noción del Budismo está radicalmente falseada por una serie de prejuicios. ¿Pasividad? ¿Inacción? ¡Todo lo contrario! Buda no cesa de exhortar a sus discípulos a “esforzarse por la victoria” y él mismo, en el ocaso de su vida, podrá decir con ufanía: «Katam karaniyam» (“¡Lo que debía hacer lo he hecho!”). ¿Pesimismo? Es cierto que Buda, tomando una fórmula del Brahmanismo, religión en la que había sido educado antes de partir de Kapilavastu, afirma que sobre la Tierra “todo es sufrimiento”; pero es así, aclara él mismo, porque esperamos que nuestros actos nos reporten de inmediato beneficios concretos. Los guerreros arriesgan su vida por el ansia del saqueo y por el placer de la gloria; pero quedan inevitablemente decepcionados: El botín es magro y pronto malversado y la gloria se marchita con rapidez... Mas si se toma conciencia de este estado de cosas –he aquí un aspecto del Despertar–, el pesimismo se disipa, por cuanto que la realidad es la que es, ni buena ni mala de por sí: Pertenece a un devenir que no puede ser interrumpido. Es preciso vivir y actuar, pues, a sabiendas de que para nosotros ha de contar sólo el instante. Por lo tanto, el deber (el dharma) se afirma como la única referencia válida: “Haz lo que debes”, o sea, “haz, pero de modo que tu actuar sea del todo desinteresado”.

Se adivina cómo Evola no ha tenido que fatigarse mucho para mostrar que este ideal es el de los caballeros andantes de nuestro Medievo, los cuales ponían su espada al servicio de toda causa noble, sin aguardar recompensa alguna. Combatían porque un día fueron preparados para rendir tal servicio y no para enriquecerse despojando a sus adversarios. ¿Eran pesimistas? Desde luego que no, si al concluir su vida podían decir, como Buda: “¡Lo que debía hacer lo he hecho!”. Tampoco eran optimistas, puesto que el principio “todo marcha bien en el mejor de los mundos posibles” no es menos ilusorio que su contrario.

Por fin, el término de “ascetismo” es susceptible de generar errores en quien observe el Budismo desde el exterior. Evola recuerda, a tal propósito, que el sentido original de esta palabra es “ejercicio práctico”, “disciplina” y, se podría decir también, “aprendizaje”. Mas no, como estamos inclinados a creer, una voluntad de mortificación ligada a la idea de penitencia que llega, por ejemplo, a la autoflagelación, pues “es preciso sufrir para expiar los propios pecados”, si no una escuela de voluntad, un heroísmo puro –o sea, desinteresado–, que Evola, conocedor de la materia, parangona con el esfuerzo del alpinista. Para el profano, la escalada es un esfuerzo inútil; para el alpinista, es un desafío que se lanza a sí mismo con el solo propósito de poner a prueba su valentía, su perseverancia y, eventualmente, su heroísmo. Hay aquí una actitud que el Brahmanismo conocía ya bajo ciertas formas del yoga, en especial las tántricas. A esto, Evola, unos años antes –concretamente, en 1926 e. c.–, había dedicado el libro L’uomo come potenza (El hombre como potencia).

En el ámbito espiritual el modo de proceder es el mismo. Buda en determinado momento, según se sabe, estuvo tentado de una forma de ascetismo semejante a la del ermitaño del desierto; ayunos prolongados, prácticas tendientes a “quebrantar la resistencia del cuerpo”, etc. Pero llegó a ser verdaderamente él mismo, accedió al Despertar, sólo cuando comprendió que este camino no llevaba a ninguna parte. Con gran escándalo de sus primeros discípulos dejó de mortificarse, comió hasta satisfacer el hambre y volvió a mezclarse con el mundo de los hombres. Pero a partir de entonces comenzó a actuar con desprendimiento: El Mundo ya no podía hacer presa de él, que se había convertido en un “héroe”, como habrían dicho los griegos antiguos, o casi un Dios.

Tal es el significado profundo de la enseñanza del príncipe Sidarta, transformado en “el Despertado”, el Buda, o “el asceta salido de la dinastía real Sakia (Sakiamuni)”. Y todo el valor del libro de Evola está en poner de manifiesto este Budismo auténtico. Para ello recurre masivamente a las fuentes originales, las recogidas en el canon en lengua pali, la lengua utilizada por Buda en su predicación. Aunque se trata siempre de una erudición mantenida bajo control, que no se tiene ella misma como fin, cual a menudo ocurre con los especialistas, si no que cumple su papel, esencial pero subalterno, de medio de demostración. La obra de Evola, como él mismo recalca en el título, es un “ensayo”, un compendio, no una summa. No es una historia del Budismo primitivo, antes bien una reflexión sobre la verdadera naturaleza del ascetismo budista y sobre su posible integración en el mundo moderno.

¿Quién puede saber lo que Evola pensaba mientras escribía este libro? Por mi parte, me inclino a creer que, presintiendo la tragedia inminente, quiso ilustrar la virtud de la perseverancia y de la fidelidad, aunque el combate no tuviera camino de salida. Y cuando, en 1945 e. c., recibió en Viena la terrible herida que lo dejó inmovilizado los treinta años que aún le quedaban por vivir, se puede creer que, sobreponiéndose a sus sufrimientos y a su desazón por no poder ya escalar las cimas que siempre le habían atraído, se dijo que, como fuera, había hecho lo que debía hacer, habiendo nacido tal día y en tal lugar: Testimoniar la verdad. Y si, por desgracia, en esta edad oscura en la que el Universo se precipita hacia su fin (necesario para que aparezca un Mundo nuevo, según la doctrina cíclica del tiempo), la gente no es capaz de recibir tal testimonio, ¿qué más da? Como dijo el propio Buda: «Quien ha despertado es semejante a un león que ruge hacia las cuatro direcciones del espacio». ¿Quién puede saber cómo resonará el eco de este rugido? Como quiera, es el rugido de un vencedor y esto es sólo lo que cuenta.

Jean Varenne,
Doctor en Letras, indólogo, cofundador y Presidente del G.R.E.C.E.